En los años 70, se hablaba de políticas para beneficiar exclusivamente a las mujeres. Se le conoció como el enfoque MED (Mujeres en el Desarrollo) y se inspiró en el reconocimiento internacional sobre el papel de las mujeres en el combate a la pobreza. Su aplicación se caracterizó por desarrollar medidas asistencialistas centradas en garantizar el incremento de los ingresos de las mujeres así como el reconocimiento de su participación en la esfera pública.

Habida cuenta los pocos resultados que la perspectiva MED dejó, pronto se empezó a hablar del enfoque GED, para referirse a la perspectiva del Género en el Desarrollo. Es decir a una visión que fuera compresiva de las relaciones de género y del contexto en que ocurren. Bajo este marco la intervención en género empezó a ser más compleja, aun cuando las acciones pudieran focalizarse en las mujeres, ya que se consideró relevante considerar el contexto de las relaciones de género. Por ello pone el acento de la incidencia en problemas estructurales y culturales como la división sexual (genérica) del trabajo, la redistribución de tareas o bienes y las relaciones de poder entre mujeres y hombres. El enfoque de Género en el Desarrollo (GED) rescata la propuesta de empoderamiento y la destaca como una meta que debe orientar las acciones para la igualdad.

Desde finales de los años noventa se empezó a cristalizar un nuevo enfoque de políticas basado en los derechos humanos, que recogía las lecciones de los anteriores pero ponía el énfasis en la necesidad de garantizar mediante las políticas, el ejercicio pleno de los derechos humanos de las mujeres. De ahí que hoy hablemos de políticas de igualdad. Las políticas derivadas de este enfoque han inspirado la puesta en marcha de acciones para la igualdad de oportunidades y también acciones para la equidad.